CUANDO EL AMOR Y EL DEBER SE OLVIDAN: LA DEUDA SAGRADA HACIA NUESTROS PADRES

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Escribe Mario Grandón Castro

En el ocaso de la vida, cuando las manos que un día fueron firmes y trabajadoras ya tiemblan, y los pasos que guiaron nuestros primeros andares se vuelven inseguros, es cuando nuestros padres más necesitan de nosotros.

Ellos, que dedicaron años enteros a cuidarnos, protegernos y enseñarnos, enfrentan en la vejez y la enfermedad una etapa de vulnerabilidad en la que no deberían sentirse solos ni abandonados.

No hay argumento válido para mirar hacia otro lado. Decir que “no hay tiempo” porque el trabajo, los compromisos o la vida misma nos absorben, es una justificación que esconde una verdad incómoda: hemos olvidado que el cuidado de quienes nos dieron la vida no es un favor, es una responsabilidad sagrada.

Los padres no se midieron en sacrificios: velaron noches enteras cuando enfermábamos, renunciaron a sus propios sueños para que los nuestros se hicieran realidad, trabajaron sin descanso para que no nos faltara pan ni techo. Y lo hicieron sin esperar retribución, movidos solo por el amor incondicional que nos profesan.

Pero, tristemente, no todos los hijos están a la altura de ese amor. Muchos dejan a sus padres en camas frías, postrados, a merced de la soledad y el abandono, confiando “a la buena de Dios” en que alguien más se haga cargo. No se dan cuenta de que, en esa ausencia, hieren el alma de quienes un día se desvivieron por ellos.

Cuidar a nuestros padres en su último tramo de vida no solo es un acto de gratitud, es también un reflejo de nuestra humanidad. Ellos merecen que sus días finales estén llenos de dignidad, compañía y afecto, no de indiferencia ni olvido. El tiempo que les brindemos hoy será, para nuestra conciencia, un recuerdo que nos reconcilie con lo mejor de nosotros mismos.

Cuando llegue el momento en que ellos cierren los ojos para siempre, no habrá vuelta atrás. Entonces, más que las herencias o los bienes materiales, lo único que quedará será la certeza de haber cumplido —o no— con el deber más noble que un hijo puede tener: acompañar, cuidar y amar a sus padres hasta el último suspiro.-