Este fin de semana, es distinto, celebramos el Día de la Madre…
Hay días en el calendario que parecen encerrar todo un universo de emociones. El Día de la Madre es uno de ellos. No es solo una fecha: es una pausa sagrada en medio del bullicio cotidiano, un instante para mirar atrás y reconocer el rostro que nos vio crecer, las manos que nos sostuvieron, la voz que nos enseñó a nombrar el mundo.
Este homenaje no es solo para quienes nos dieron la vida, sino también para quienes día a día la entregan por nosotros. Porque ser madre no se mide en horas ni se resume en palabras. Es una vocación silenciosa, una fuerza suave y firme que habita en el corazón y se manifiesta en actos de amor cotidiano: preparar una once caliente en invierno, dejar una luz encendida por si llegamos tarde, entender sin que digamos nada.
Hoy recordamos a las madres presentes y a las que ya partieron, a las abuelas que también fueron madres por segunda vez, a las tías, a las madrinas, a las mujeres que eligieron ser madre del corazón. A todas ellas, gracias por enseñarnos a caminar con firmeza y a mirar la vida con esperanza.
En este día, los abrazos se hacen más largos, las lágrimas más dulces, y los recuerdos más vivos. Porque en cada gesto de ternura, en cada sacrificio silencioso, en cada consejo que resuena en nuestras decisiones, hay una madre dejando su huella imborrable.
A ustedes, madres, les decimos gracias. Gracias por amar incluso en el cansancio, por creer cuando todo parece incierto, por ser faro en la tormenta y abrigo en el frío. Su amor es el verdadero milagro que sostiene al mundo.